Recuerdo sus manos escapadas de la
sábana que cubría su cuerpo.
Y que entre sus manos misteriosas los
imposibles eran fáciles, Como si Dios hubiera sido hecho a semejanza e imagen
de mi padre. Aquellas manos, que siempre estuvieron
entre el silencio y la palabra, ásperas
a veces, y otras veces tan suaves, donde las venas eran ríos azules, hondos, tibios,
familiares.
Aquellas manos, nubes poderosas, tan
sabias y gigantes, con su amenaza gris y casi bíblica cuando el castigo las
tornaba graves.
Si las manos son la prolongación del
alma y estaban muertas, era también porque el alma había dejado ese cuerpo que
volvió a la tierra o a la nada a los 59.
Tus manos no son para la muerte, no
han nacido para írsete apagando.
Y tú; sin sombra ya, duerme y reposa.
Ya sé que este bosquejo de un retrato, no
puede trasladar lo que significó esa partida a media noche.
Aún queda un resquicio por
el que se escapa un remanente de insatisfacción.
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